El otro día se habló mucho de Santa Maravillas. Que si Bono tal, que si Mariano cuál, que si es igualita que Zaplana, que si bla bla bla. La maraña mediática con la que nos quieren adormecer con su zumbido atolondrado.
Pero como ahora pintan Santos, pues me lío con la Santa de turno informativo por doble motivo.
El primero porque una de mis sobrinas luce este nombre desde hace 21 primaveras, a la cual mando un beso desde este, su blog.
El segundo es más arquitectónico. Uno de mis edificios favoritos es la ampliación del colegio Maravillas que realizó Alejandro de la Sota en Madrid en 1961.
Sí, se trata de uno de aquellos edificios que se proyectaban y reflexionaban con herramientas actualmente despreciadas, un lapicero, la mano alzada y papel de croquis.
Cómo aquella sección variablemente deliciosa solucionaba de un trazo y porrazo el complejo programa. Una maqueta física recreaba lo reflexionado para llegar tras una atenta dirección de obra, el disfrute real de los alumnos de un espacio eternamente sencillo, complejo y sobre todo bello, fundamentado en buenos ingredientes: composición, construcción, materiales, color, sabio manejo de la luz , crítica-reflexión, forma y función, desarrollando la idea del proyecto; todos ellos muy bien cocinados, a lápiz lento.
Algún domingo compro Pasajes de arquitectura, como pasaje de entretenimiento dominical, y juro por Santa Maravillas que me parece todo un fa(rqu)st-food, indigesto, a la par que ligerito y sin chicha que mascar, eso sí, con un packaging de pieles muy a la moda, con unas muy rendersuales (incluso renderxuales) infografías, con las que el empacho está asegurado. Al acabar de ojearla, me juro no volver a pecar, pero ya se sabe que a estos productos les echan sustancias adictivas, y a los meses, ofendo de nuevo.
Y solo me queda reconocer (yo que soy quinto del gimnasio) que me he hecho mayor, vaya, que me siento del siglo pasado viendo estas cosas.
Sin embargo, miro al Maravillas, y el cabrito de él sigue tan lozano y bello como mi sobrina Maravillas.
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